Rafael
Fauquié Bescós nace en Caracas, el 11 de noviembre
de 1954. De niño se traslada a España con sus padres,
y en ese país vive por varios años. A su regreso a
Venezuela, cursa sus estudios de bachillerato en el Colegio San
Ignacio de Loyola, donde se gradúa de bachiller en Humanidades
en el año de 1971. Comienza sus estudios universitarios en
la Escuela de Letras en la Universidad Católica Andrés
Bello de Caracas. Allí obtiene su título de Licenciado
en Letras en el año de 1977. Ese mismo año recibe
una beca para continuar estudios en Francia, en la prestigiosa Escuela
de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, donde culmina
su postgrado en la mención Sociología de la Literatura.
En 1979 regresa a Venezuela y comienza a dictar clases en la Escuela
de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello.
Ingresa, poco después, como profesor del Departamento de
Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar,
institución a la cual pertenece desde 1980. Actualmente es
profesor Titular Jubilado de esa alta casa de estudios.
En 1981, inicia sus estudios de Doctorado en la Facultad de Ciencias
Sociales y Económicas de la Universidad Central de Venezuela,
y tres años después, en 1984, obtiene su título
de Doctor. Desde comienzos de la década de los ochenta, la
escritura literaria se convierte para él en una actividad
persistente, constante. Once libros ha publicado desde 1983. Y a
lo largo de estos veinte años, su escritura ha ido haciéndose
cada vez menos ubicable dentro de los estrechos límites que,
usualmente, separan la creación poética del comentario
crítico, la opinión académica del testimonio
personal; creación, en suma, de un complejo y, en ocasiones,
poco definible espacio de encuentros y síntesis, de fusiones
y correspondencias en el que, frecuentemente, resulta difícil
distinguir donde termina lo académico y donde comienza lo
autobiográfico.
En Fauquié, la escritura no cesa de mostrar una intención
constante: la palabra utilizada al servicio de todas las comprensiones.
La voz del ensayo, indagadora por excelencia, le sirve como instrumento
de un interminable diálogo. “Siempre he pensado –escribe
en su último libro Caín y el laberinto- que el papel
de un intelectual es el de dialogar con su entorno; iluminar para
sí mismo esa, a veces oscura y siempre compleja amalgama
de realidades que divisa a su alrededor; distinguir un sentido,
una respuesta personal dentro de esa confusión que lo rodea;
dar su versión de los sucesos contemplados, de las cosas
percibidas. Un intelectual es, por sobre todo, un ser curioso que
no cesa de guiarse por sus interminables curiosidades e interminables
asombros. Éstos lo alimentan. Todo puede ser para él
motivo de reflexión que lo guíe hacia nuevas reflexiones.
Desde su lugar personal, ese rincón propio formado por sus
vivencias y pensamientos, por sus aprendizajes y memorias, el intelectual
dibuja ideas e imágenes que desea compartir con otros. Razón
comunicativa: de muchas maneras, verbalizar eso que cree y eso que
valora. Un intelectual es un contemplador y un nombrador; también
un heredero de las palabras de su época: voces que suelen
evocar, además, los ecos de tiempos pasados. El intelectual
actúa apoyado en dos soportes fundamentales: la lucidez y
la imaginación. La primera le sirve para identificar cuanto
lo rodea. La segunda lo conduce hacia eso que le gustaría
identificar. Es, a la vez, un crítico y un soñador”.
En su caso, completamente indisociado del proceso de creación
literaria se halla su actividad como profesor. Enseñar es
para Fauquié, según él mismo ha dicho en repetidas
ocasiones, un poner en orden esas ideas que necesitamos transmitir
a los otros, un organizar nuestras argumentaciones. Acaso sea el
aula de clases uno de los espacios ideales para el “ser de
palabras”, un término que él utiliza en su libro
Puentes y voces, y del cual extraemos esta cita: “La poesía,
que merece vivir en todas partes, también merece hacerlo
en las universidades. Universidades capaces de aceptar a la imaginación
como una de las formas más amplias de la sabiduría
humana; capaces de aceptar, también, que razones poéticas
y científicas pueden coexistir porque unas y otras no son
sino complementarias expresiones de lo humano; universidades en
condiciones de permitir a ciertos seres de palabras trabajar con
dignidad el hallazgo de su voz, y, también con dignidad,
expresarlo. Quizá he idealizado el espacio universitario.
No lo niego: es el lugar donde he trabajado por veinte años.
El lugar en que me he sentido feliz de poder escribir, siempre en
sosiego y en asilo, mi propia palabra”.
Y del mismo Puentes y voces, leemos también: “Creo
que la palabra que escribimos, ésa que genuinamente nos señala,
es y debería ser siempre una y la misma.” O sea: la
voz del intelectual, si es que éste cree en ella como un
signo que, esencialmente, lo señala e identifica, no podría
nunca dejar de ser una sola: voz de sus comprensiones y visiones;
voz que le pertenece y a la cual él mismo también
se pertenece. Voz que le sirve tanto para comunicar como para comunicarse:
instrumento de sus ideas y sentimientos, de sus comprensiones y
rechazos, de sus hallazgos y desencuentros, de sus preguntas y respuestas.
A fin de cuentas, y como expresa el mismo Fauquié, “hay
que merecer” esa voz. El intelectual que es además
escritor, debe saber conquistar sus palabras. “Pocas cosas
–concluye- nos ayudan más a comprendernos que la identificación
de esas palabras que distinguimos en nosotros, palabras con que
escogemos nombrar el signo de nuestras percepciones. Somos las palabras
que reflejamos. Ellas dicen y nos dicen. Nos traducen y, por ellas,
traducimos. A través de las palabras todo el universo se
convierte en expresión viva dentro de nosotros”. |