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Dije hace algún tiempo: “Escritura
para asomarnos al mundo y explorarlo desde la particularidad de nuestra
subjetividad interior, de nuestra mirada y nuestra palabra.” Pero,
con esa palabra nuestra… ¿Decir qué? Principalmente
esas verdades y esas convicciones que fueron dando forma a nuestro tiempo,
a nuestra propia realidad. Escribir nos permite relacionarnos con el
mundo desde esa voz surgida de un centro que somos o escogimos ser;
morada poblada con nuestras creencias y sueños, con nuestras
ilusiones y recuerdos, con todo eso con que, de una u otra forma, respondemos
a la vida. Y se trata de hacerlo con una voz protagonista que sea una,
una sola y siempre la misma: aspirante a la exactitud, a una relación
armoniosa entre su forma y lo que esa forma expresa. Tal como lo veo, la escritura no podría
nunca dejar de reunir dos realidades: de un lado, dibujar palabras con
las que expresar imágenes e ideas; del otro, convertir las voces
en finalidad en sí mismas. Y a ninguna de esas dos realidades
podríamos -si, como en mi caso, somos maestros y, a la vez, seres
que amamos las palabras- ser indiferentes. Alguna vez el escritor venezolano Enrique
Bernardo Núñez dijo que nada era poético hasta
no ser tocado por la poesía. Y, desde luego, siempre será
poética una palabra que se esfuerza en ser plenitud de la forma
en indisoluble relación con lo expresado; voz siempre poética,
aunque le demos diversos nombres, por ejemplo: voz ensayística.
El ensayo es la expresión de un alma
humana en la que caben memorias y opiniones, saberes y anhelos, propósitos
y fantasías. Como dijera George Lukacs: el ensayo es la forma
de la voz expresando el espíritu de un hombre. Miguel de Montaigne acuñó para
el ensayo un término aplicable a la vida misma: escritura del
tiento, del avance paulatino, de la mesura. Un maestro que sea, también,
un amante de la escritura, distinguirá en el ensayo el género
natural de su comunicación y entenderá que escribir ensayos
es su mejor manera de nombrar respuestas personales asociadas a su vida.
Suele definirse a la escritura como el más
solitario de los oficios, y al escritor como un ser naturalmente obligado
a la soledad. Afirmación muy cuestionable. Si bien es cierto
que solitariamente escribimos, lo hacemos siempre con el convencimiento
de un destino y de un destinatario para esas voces nuestras encargadas
de expresar verdades que nos resulta imposible callar. “Las verdades que se callan se hacen
venenosas”, dice Nietzsche en algún momento de su obra.
Y, acaso, el punto de partida de la actividad de un maestro sea el proponerse
no callar sus verdades. No podría ser de otra manera: colocamos
nuestra vocación como maestros y nuestro amor por las palabras
al servicio de la comunicación de nuestras respuestas a la vida.
De ninguno de los escritos a los cuales precede
esta Introducción podría estar ausente el tema de la ética,
asiento fundamental de cuanto atañe al hombre. Tras haber sido
por muchos años profesor que normas y códigos académicos
calificarían de “especialista”, terminé por
convertirme en un profesor “generalista” cuyo propósito
es divulgar convicciones relacionadas principalmente con verdades éticas,
como libertad, autenticidad, solidaridad, perseverancia… De los cursos que en los últimos años
he ido dictando, dirigidos a la formación de jóvenes estudiantes
que acceden a la universidad -y que, por cierto, son los que más
he disfrutado a todo lo largo de mi ya extensa vida académica-
extraigo estos ensayos. Derivan de la preparación de mis clases,
de diálogos con mis estudiantes, de reflexiones surgidas de la
lectura de autores a los que suelo recurrir. Tocan tópicos que
no podrían estar ausentes en la comunicación de un maestro
con jóvenes comenzando a vivir. En todos ellos está presente
una constatación: todo ser humano es un individuo en pos de su
propia plenitud; pero, a la vez, es también un ser social que
precisa de los otros, de su comunicación con ellos. Resulta imposible que cuanto fuimos aprendiendo
en el camino de la vida no impregne todas las diferentes facetas de
ese tiempo que construimos y nos construye. Tiempo que, como maestros,
estamos destinados a compartir y a transmitir a nuestros estudiantes.
Concluiré esta breve introducción
repitiendo lo que digo en uno de los ensayos que la acompañan:
“Una de las más contundentes formas de hallar el significado
que legitima nuestras vidas –y, junto con ello, la posible felicidad-
será a través de nuestra vocación. Lograr, gracias
a eso que amamos hacer, influir positivamente en otros seres humanos;
de algún modo: serles útiles.”
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Reúno en este apartado una serie conferencias que fueron sumándose a lo largo de los años. Disertaciones sobre temas relacionados con mi curiosidad e interés, y sugeridos por algún tópico puntual: un aniversario, un suceso, un libro, un autor… Motivos que se iban cubriendo con reflexiones que reflejaban mis perspectivas, y que, al igual que todas las voces que escribo, seguían un rumbo; apelando a una entonación, una textura, una coloración, un ritmo… En fin: un estilo. R.F.
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